Don Antonio entretejía con eficiencia notas convirtiéndolas en partituras. Todas con un denominador común: el canario del monte.

La música muy cercana, a la puerta de su bodega, donde los constantes trasiegos en el sinuoso pasillo le permitían escuchar, pues los conocía a todos por su canto, los vaivenes evolutivos de los machos que cantaban al mismo ritmo de su avanzada edad, lentos. Don Antonio, con clara sencillez y sin jactancia aparente, dibujaba un mundo de sonidos personales y de emociones sinceras, sin embargo, en su música no había nada de ombliguismo ni de opiniones exigidas.

Don Antonio, creador él, se movía con claridad meridiana y con sus puntos de vista musicales en el lugar preciso.

Alambres "rumbrientos" y maderas carcomidas, hace tiempo verdes, acosadas en su conjunto por el relente y el salitre, me adentraron en un mundo donde la música del maestro canaricultor adquiría diversas y variadas formas. Tal es así que la parte más cercana de su obra, no sólo latía vertiginosamente, sino que además es "nuestra" sin serlo. Es nuestra porque está aquí al ladito mismo de nuestra existencia, en nuestros montes. Es nuestra por su proximidad y contexto, no solamente en el espacio sino también en el tiempo. Y también es nuestra porque maestro Antonio tenía la capacidad de colocarnos a su lado, y transmitirnos fielmente un mundo que fue pero que sigue presente porque aún hoy día el canario del monte es protagonista.

Manejaba el maestro con acierto voces distintas porque ambicionaba objetivos distintos para cada una de ellas. Así, cada febrero, en la época de cría, sus cruces adquirían propósitos directos y emotivos, sin que cayese por ello para nada en fanfarronerías. Todo lo contrario. Los casamientos como él los llamaba, hábilmente elaborados, dibujando una nube de color donde este pasa a ser el color de casi todos, repertorio y voz metálica.

Maestro Antonio sólo criaba canarios del monte. Ayer, repentinamente, marchó para siempre. En mi última visita me dijo lleva pa'casa lo que necesites.