Hace ya años que escucho el ruido infernal que emerge de los loros, cotorrillas o similares. Reconozco que llegué a escuchar un periquito que cantaba decentemente bien, pero fue como un mirlo blanco.
Salir de mi casa ha se ha convertido en un atentado contra mis oidos. Han aparecido, como salidos del mismo infierno, tres focos de berridos y chillidos que atentan contra cualquier referencia al buen gusto auditivo. Hablo de los agapornis o pájaros del amor -por su costumbre de criar todo el año como auténticas ratas-.
Por una parte respeto que cada cual tenga en su balcón lo que desee. Pero creo que de ruido ya hemos llegado a un límite insociable: perros y sus ladridos incontrolados -por malos dueños-, energúmenos con la música del coche -más ventanillas abiertas-, actos bandálicos de madrugada, etc...
He tenido dos loros de senegal y una phyrrura perlata en mi casa. Y, con todo el dolor de mi corazón, las regalé puesto que no voy a someter a mis vecinos -con crios pequeños- a ese ruido mañanero de mis loros de senegal, o el continuo alarido de una cotorrilla cuando sabe que se acerca la hora de llegar su dueño.
El camino que me conduce a comprar el pan, o al mercadona, está plagado -como su fueran minas- de estos indeseables agapornis. ¡Y no hay camino por el que pueda escapar! Atras quedaron esos canarios balconeros, o de patio, que alegraban mi caminar y me aportaban paz y sosiego.
Nunca pensé que diría esto, pero espero que se exporte la mixomatosis para los agapornis y mueran como tienen que morir las cucharachas o las ratas: como las alimañas -auditivas- que son.